En contra de todos los posibles imaginarios sobre el retorno, después de un tiempo de vida en otro país uno NO vuelve al lugar que dejó, porque este también ha cambiado, con su gente y sus lugares, con sus otras tantas formas de volar.
Hay quienes han conseguido traspasar las barreras de la vida migratoria y hacerse un lugar en la sociedad que llaman “de acogida”. Y hay quienes han completado su tiempo y, satisfechos/as, deciden volver al país de origen para continuar el camino cerca de sus personas queridas. Y hay algunos/as que vuelven, a veces a contracorriente, después de intentar y no encontrar las oportunidades para cumplir los sueños que, alguna vez, les llevaron a partir hacia un nuevo país.
Tres formas de volver y todas con sus complejidades. Porque el retorno es, al fin y al cabo, una nueva aventura, y algunas de sus características son parecidas a las del primer momento del proceso migratorio. Por ejemplo, esa confusión que se sentía y la ambivalencia entre lo que se dejó y lo que se recupera, o la incertidumbre sobre lo que le espera a uno en su país después de tanto tiempo, contando con que, guste o no guste, se ha asimilado otra cultura y otros comportamientos.
Volver no es un camino llano. Hay que afrontar las emociones del reencuentro, los recelos por haber tenido éxito, las críticas por haber fracasado, el desconcierto por haber “abandonado” a la familia, a los amigos, a los hijos, los cuestionamientos por los nuevos comportamientos adquiridos. La nostalgia, ya no se sabe de qué. La alegría y el deseo de recuperar lo esencial: el abrazo del amigo, la confianza de sentirse en casa, el olor de la fruta de la infancia. Las ganas de reemplazar los años por minutos y de comprender qué fue lo que le dio a uno la fuerza para intentarlo cada vez que las cosas se pusieron difíciles… y a veces imposibles.
Por eso el retorno, tal como sucede con la inmigración, conlleva una cantidad de sensaciones y de afectos dolorosos y felices, vínculos establecidos aquí y allá, patrones de comportamiento aprendidos y otros que nunca se dejaron. Percepciones del país de origen descubiertas en la distancia, que habrá que volver a ajustar en la nueva migración para que no parezca todo un caos sin sentido. Para algunos es fácil, para otros no tanto.
Las dificultades o las facilidades de esta nueva adaptación dependen de muchos factores, y uno de ellos es el carácter voluntario, que en algunos casos ha sido prácticamente cero. Es el caso de las personas obligadas a retornar por haber sido deportadas, o de niños, niñas y adolescentes que no tuvieron voz ni voto en la decisión. Su situación es muy diferente a la de quienes cumplen su deseo de regresar, eligiendo cuando y cómo, planificando su regreso con la calma que da el tener solucionado lo más básico: donde se va a vivir y cómo se va a subsistir.
Ese ya es un gran avance, pero no lo es todo. Porque la readaptación también depende de los recursos personales y de las redes sociales que se mantengan en el país de origen. Por esto es que hay que sacarle el máximo partido a la experiencia migratoria pues, por más pedregoso que haya sido el camino, lo vivido es el más valioso capital con el que cuenta quien regresa. Uno de sus mayores atributos es la nueva identidad transnacional de quien ha afrontado la situación migratoria, que le permite ver las cosas desde otros ángulos que antes hubiera sido imposible vislumbrar.
De esta manera, el retorno, tanto como la migración, puede ser una oportunidad de evolución personal y social, en aspectos como la amplitud de miras socioculturales con valores más universales, el replanteamiento de las relaciones humanas más cercanas a la equidad o la mayor consciencia de los derechos fundamentales. Aprovechar estas potencialidades significa que, en realidad, el retorno no tiene por qué ser la conclusión de un largo tiempo perdido, sino la posibilidad de personas con un gran capital humano, capaces de constituirse como agentes de cambio allí donde se encuentren.
María Clara Ruiz