La angustia es un estado afectivo de doble dirección: nos puede conducir al síntoma o nos puede indicar el sendero de la salud, si trabaja en nosotros como señal de tránsito a la producción de toda conquista en lo social; conquista sobredeterminada por una renuncia que no consiste en dejar de hacer algo como a veces se piensa, por ejemplo, al exigir a la mujer o al hombre que abandone su trabajo o sus aficiones para ser un buen padre, y viceversa, que no engendre hijos para así poder dedicarse a su éxito laboral, sino una renuncia en relación con el abandono de una antigua forma de goce, de un goce que en psicoanálisis llamamos goce primordial. Uno de los semblantes que perfilan a este goce primitivo es su insistencia en perseguir un placer solitario e inmediato donde se vive en el espejismo de la omnipotencia, esto es, de la independencia de los otros, al mismo tiempo que se teme perder precisamente aquello que no es sino perdido, aquello que nunca existió.
La angustia impele a la acción, pero actuar no es cualquier hacer sino hacer aquello que la situación requiere, y a veces lo que la realidad exige es esperar.
Cuando permanecemos en la angustia gobierna en nosotros cierta anticipación fantasiosa, es decir, estar angustiado es un no tolerar la incertidumbre que siempre implica no saber cómo serán nuestros haceres hasta después de haberlos realizado; la angustia nos tortura y se transforma en sentimiento de ansiedad, duda, temor o incluso rabia, cuando nos rendimos a la ideación fabulativa de cómo serán las cosas, en vez de ocuparnos en la tarea actual. Por eso, la angustia ante los exámenes, por ejemplo, se hace fuerte en ese fantasear acerca de cómo será, qué haré si no apruebo, qué será de mi vida; fabulaciones todas ellas que sirven a la permanencía en la angustia y en consecuencia, a no estudiar.
La angustia debe ser apenas un instante, un vértigo fugaz que nos impone la relación con nuestro cuerpo y su temporalidad.
A veces, lo que no se puede y origina angustia es simbolizar el aumento de excitación y en lugar de hacerlo frase aparece, de forma automática, la angustia. Este desamparo psíquico gobierna padecimientos como la neurosis de angustia o la neuroastenia donde cualquier acumulación de tensión impulsa a la persona a liberarla por vía somática para calmar con ello su angustia, y de esta manera, lo encadena, por ejemplo ,a masturbaciones compulsivas; éste es el caso de algunos estudiantes ante la llegada de los exámenes.
Al contrario de lo que a veces se piensa la angustia no sólo es constituiva sino también necesaria; no se puede vivir sin angustia, por eso que no se trata de eliminarla sino de darle el lugar que le corresponde como paso de tránsito entre un placer inmediato e imposible y un placer demorado e inserto en lo social.
Cuando perdemos siempre es porque aún no hemos perdido aquello que debe constituirse como falta, como vacío, y retorna en lo real ese complejo que nos atrapa, ese conjunto de ideas eficientes e inconscientes, es decir, en nuestra vida, en nuestra realidad material, se repite aquello que en nuestra realidad psíquica insiste en no hacerse reconocer.
Todo comienza en el vacío significa que todo comienza en la angustia: la angustia de no saber qué decisión he de tomar hasta después de haberla tomado, qué escribir hasta después de haber comenzado, qué he dicho hasta después de ser escuchado.
Los niños padecen de una angustia primaria previa a toda su posterior y determinante investigación sobre las diferencias sexuales, sobre la paternidad y la muerte; angustia primaria ante situaciones que delatan la ausencia de la madre quien lo salva de su indefensión; así sucede con los miedos infantiles a la oscuridad, la soledad o la presencia de personas extrañas. Estos miedos suelen ser pasajeros, si bien nada en el psiquismo desaparece sino que pierde, por decirlo de alguna forma, preeminencia y es en cierta medida sustituido por organizaciones posteriores; el mayor temor infantil es perder la protección del amor materno y este miedo a la pérdida del amor nos acompañará toda la vida, siendo fuente de civilización a la par que de patologías cuando se hace extremo y único.
La simbolización de la figura paterna no está en relación con la presencia real de un señor en la casa, sino con las frases que introducen al niño en una prohibición fundante, que lo arranca de ese delirio inicial donde él y su madre son el uno para el otro, donde se colman mutuamente; ilusión de completud, por cierto, que vuelve a acontecer con facilidad en las relaciones de pareja y que hace de obstáculo al amor, al mismo tiempo que de llave maestra para el maltrato familar.
Los trastornos neuróticos más frecuentes en la infancia son las zoofobias o histerias de angustia, que en su miedo cerval, excesivo, delatan ese sello de máscara para una escena donde la amenaza no es el animal temido sino una relación ilimitada con la madre, es decir, carente de esa sujeción, de esa paz que regala el límite de saber que uno no es el unico objeto de amor privilegiado para ella, sino que en su vida hay otros, que hay un padre; y padre, insistimos, no es la estatua de un hombre sino una conversación en el tiempo donde el niño aprehende que su existencia es producto de una relación entre el padre y la madre, que la madre necesitó a otros para hacerlo a él.
El exceso de mimo no sólo mantiene a los niños sobreexcitados e hiperactivos sino sobre todo angustiados; en ocasiones, la madre en su comprensible afán de satisfacer todas las necesidades de su hijo ignora que en realidad esa atención exclusiva asfixia el crecimiento del niño, porque para entrar en el campo del deseo social, que se presenta como deseo de estudiar, de dibujar, de cantar ….,es necesario ver a otros desear, y no sólo eso, ver a otros desear a otro, que no es uno mismo.
La formula psicoanalítica “se desean deseos” destaca que el hacer humano no es del orden de la imitación, hago lo que veo hacer, como le ocurre a los perros, por ejemplo, sino del orden del desear, deseo aquello que en el otro es deseo y deseo aquello que atribuyo al otro que desea de mi.
El deseo está siempre sujeto a la angustia de lo desconocido, de no poder avanzar sino en la incertidumbre de no tener una imagen de mi, o sea, de no saber quién soy, hasta después del acto.
La angustia debe ser instante, pasaje, una tensión que me muestra por dónde circula mi deseo y me exige una espera ocupada en hacer las tareas del momento.
Toda permanencia en la angustia es un síntoma de un complejo inconsciente donde uno ha quedado atrapado y el psicoanálisis, si uno accede, puede ayudarlo.
Ángela Gallego
Psicóloga Psicoanalista
949.21.27.43