La dependencia es positiva y saludable cuando supone una apuesta, una confianza y la disposición para correr riesgos en la entrega afectiva. Renunciar a esta es un reflejo de la incapacidad de amar, tan propia de nuestros tiempos, en los que se valora menos la solidaridad y la vulnerabilidad, que el éxito y el ser imprescindible para uno mismo.
En algunos artículos de este blog he hablado de la dependencia, ya sea a nivel afectivo individual, de pareja o social. Hasta ahora me he referido a ella en su aspecto más negativo, es decir, en lo que tiene que ver con las dificultades para hacerse cargo de la propia vida. Sin embargo, siento la necesidad de hablar de la otra cara de la moneda, pues me parece importante aclarar algunos conceptos para una adecuada interpretación.
En ocasiones, a los niños se les insiste en ser independientes desde edades muy tempranas, en no necesitar de nadie, en procurarse sus necesidades solos. A algunos, incluso, se les imponen situaciones tan poco naturales como dormir solos desde los primeros meses de vida y en algunos espacios se le da poca o ninguna importancia a la lactancia materna como fuente de vinculación entre la madre y el niño/a. Parece que aún no está bastante claro que para poder crear un vínculo afectivo auténtico, es necesario haber recibido los cuidados afectivos que correspondían cuando éramos totalmente dependientes, es decir, en los primeros años de la vida. Con la evolución del desarrollo infantil, va llegando, a su tiempo, la necesidad de separarse, de diferenciarse, de ir creando identidad.
Cuando se respetan los ritmos naturales desde el nacimiento, se están previniendo muchos de los problemas por los que nos preocupamos en la edad adulta, como es el caso de la dependencia afectiva, en su lado más oscuro. Porque la independencia, vista desde la salud, no consiste en la evitación o en la destrucción de los vínculos afectivos, ni en la omnipotente intención de no necesitar de nadie. Se refiere a la capacidad de amar sin temor, porque existe la confianza dentro de la relación de dependencia recíproca.
Visto desde este ángulo, la independencia entendida como no necesitar de nadie y hacerlo todo solo/a, más que un acto de valentía y un síntoma de salud, supone una necesidad imperiosa de mantener el control sobre la autonomía, y ni el amor ni el crecimiento personal caben en esta escena. Por su parte, la dependencia, en el lado brillante de su espectro, solo es posible en la medida en que se asume la responsabilidad de uno mismo/a, a la vez que se permite la experiencia de “perderse” en el/la otro/a.
Dice Umberto Galimberti, filósofo italiano:
“En el amor las cosas son más complicadas, porque quien ama de verdad no puede evitar ponerse en juego por completo. En el amor la puesta en juego no son el poder, el dinero o el éxito. En el amor la puesta en juego somos nosotros, que amamos”.
Pero en esta dependencia todos ganamos, cuando se trata de una dependencia recíproca, cuando el vínculo incita a buscar el acercamiento y existe la necesidad de aproximación a través del seguimiento, la llamada, la búsqueda, el apego.
Muy diferente es la situación cuando lo que impera es la necesidad de que alguien se haga cargo de la propia vida, poniendo en manos de la otra persona la responsabilidad de gestionarla, mientras se tira por la borda la autoestima. Esto es lo que se llama comunmente “dependencia afectiva”, de la que se habla tanto que ya parece no hacer falta decir nada más.
A este tipo de dependencia es a la que me he referido en publicaciones anteriores, y por lo cual quería completar la visión con su contraria, la dependencia “saludable”, es decir, la necesaria para la supervivencia afectiva, porque ¿quien, que haya logrado algo en su vida puede decir que lo ha hecho todo sin ayuda? En caso de que fuera cierto, antes de aplaudir su proeza, se podrá sentir una profunda tristeza por la soledad que le ha supuesto su hazaña.
Entonces, parece ser que la lucha no está en la defensa contra la dependencia, sino más bien en potenciar la asertividad en la elección de la pareja, del amigo, del maestro, del terapeuta, para no tener que pasarse la vida defendiéndose sino, más bien, poder caminar a su lado con la confianza, a veces ciega, de que nos perdemos para encontrarnos, y si es en compañía, mejor.
María Clara Ruiz