Atando Cabos – La Violencia Psicológica

Todo lo que deseaba era llegar a su casa pronto, darse un baño relajante mientras tomaba una copa de buen vino y luego, acostarse a dormir hasta el día siguiente. Esa era su imagen de la libertad de una mujer cansada en las horas de la noche. Pero sabía que no era posible para ella porque esas vidas, si es que existían, estaban muy lejos de ser la suya. 

 

Iba a toda prisa por la carretera, pues se le pasó la tarde hablando de un tema y de otro con ese par de amigas, con las que quedó para recordar los viejos tiempos. Y aunque se entretuvo escuchando historias que le ayudaron a distanciarse de su vida actual, ahora, después de todo, se sintió algo vacía y triste, perdedora, rara, la única que no encontró la varita mágica que le diera lo que las demás se ufanaban de tener.

 

Empezó a llover. Una fila infinita de coches detenidos le obligó a parar y fue ahí donde se dio cuenta de que, por más que lo intentara, no iba a llegar a tiempo. Así que respiró profundamente, cambió la emisora de noticias por una musical y esperó.  De alguna manera le alegraba lo que estaba sucediendo, ya que tenía una buena excusa para no tener que repetir el guión que día tras día le tocaba interpretar.

 

También, tenía que aceptarlo, sintió miedo por lo que vendría, ya que sabía que esta transgresión le iba a costar caro. Le imaginó a él caminando de un lado para otro de la casa, como un león enjaulado, imaginando quién sabe cuántas cosas. Nada bueno.  Ella le conocía muy bien, no por nada llevaba al menos 20 años aguantándole. Tenía grabados en su mente cada uno de los episodios de furia desbocada de su marido y, de todas formas, si no los recordara, ahí estaba su cuerpo con su infalible memoria. Total, no tenía escapatoria, o eso creía.

 

Y fue en este bendito atasco cuando se detuvo un instante para intentar recordar cuándo fue que sucedió la tragedia de su vida. Cuándo se perdió de sí misma para convertirse en la sombra de un hombre que nunca la ha mirado con respeto.

 

Se dio cuenta de esto hace mucho tiempo pero siempre, como se dice, miró para otro lado. Sabe que, durante todos estos años, se ha cogido como a un cabo ardiendo de todas las historias posibles, las que le contaron y las que se inventó: …Que él cambiaría… Que al fin y al cabo no iba todo tan mal pues nunca le había pegado… Que todo era culpa suya por no ser más comprensiva… Que ese día que él tiró por los aires la comida, fue porque ella no estuvo concentrada cuando había que acertar el punto de la sal y la temperatura… Que las tantas veces que le ha hecho quedar en ridículo frente a sus amigos, ella se las merecía por su mala costumbre de decir lo que se le ocurre a la primera… Que cuando llega a las tantas con olor a mujer desconocida, es porque ella no le presta la atención que necesita, porque no tiene disciplina con la dieta y el gimnasio, porque no está al día con la última moda en lencería.

 

Y no es que no haya pensado en separarse alguna vez pero… pero los niños, pero el “qué dirán”, pero la vecina, pero el dinero, pero la casa… pero… pero… pero…

 

Se sorprendió con la cantidad de ideas… ¿excusas?… que se le han ocurrido en todos estos años para no tener que hacer lo que le pedía el cuerpo. Y también es verdad que para engañarse a sí misma sí se lo pusieron fácil. Porque ella, que nada tiene que ver con la tonta que él ha pretendido mostrar a los demás, sabe que siempre ha existido una muda aceptación y que todos, y todas, saben muy bien lo que le ocurre pero que, como por arte de magia, siguen actuando con total normalidad, como si hubiera una regla tácita en la que, incluida su propia familia, la gente tuviera la obligación de negar lo evidente.

 

Y así fue como aprendió el juego. Realmente no sabe cómo lo hizo, es algo que ha hecho parte de su vida desde siempre. Así era su madre, así era su abuela. Ese hablar sin decir nada, hacerse la de la vista gorda como si no fuera con ella. Pasarse los días hablando de gente y de temas que realmente no le importan. Todo para llenar el tiempo, para intentar tapar el sol con una mano, para evitar sentir el inmenso vacío que es su vida.

 

Además, ¿quien lo iba a decir? Cuando le conoció él era todo un príncipe, como de cuento. Tan bien vestido, tan guapo, tan fino y, como se decía por ahí, tan de familia bien. Toda una garantía de felicidad, un futuro. Mientras piensa en eso, sonríe con sarcasmo. Ella se sabía la teoría y se dejó llevar por los criterios del momento sobre encontrar un buen marido. Le gustaba sentirse buena, aceptada, conforme con lo que se esperaba de ella. Pero se le olvidó tomarse un momento para escuchar a su intuición porque, recuerda, tenía una mala espina que solo ahora reconoce, y porque en ese momento la obnubilación le opacó la claridad.

 

Pero ella se daba cuenta y no lo puede negar. Se daba cuenta cuando la cogía con fuerza contra él y ella se sentía como un premio ganado en una rifa. Cuando la celaba porque hablaba con otros hombres que merodeaban a su alrededor. Cuando hablaba de ella como si fuera una muñeca de porcelana. Cuando se negó a que aceptara ese trabajo tan interesante que le obligaba a viajar. Cuando le reñía por comerse un par de trozos de tarta de más, o cuando la paseaba como un trofeo por el Centro Comercial. Cuando el sexo era una una batalla y no una comunión. A ella todo eso le hacía sentir absurda, pero… ¿Por qué se iba a enfadar si se supone que eso es lo que hacen los hombres cuando quieren a sus mujeres?

 

Y ahora es cuando va atando cabos. No es que él, que era tan bueno, de pronto se volvió malo. No es que ella hiciera algo inapropiado para despertar su furia. Es algo más simple de entender pero posiblemente más complejo de asumir. Es que este hombre, que ahora le hace daño y la desprecia sin el más mínimo asomo de vergüenza, es sólo una de las caras, tal vez la más grotesca, del príncipe del que se enamoró hace 20 años.

 

Qué descubrimiento! Sintió una especie de vértigo cuando llegó a esta conclusión. Luego, se sintió un tanto aliviada por saber que podía comer toda la tarta que le diera la gana, pasarse en la sal y en la temperatura, entrar al gimnasio o aplazar la dieta para el momento que ella considerara oportuno, llegar a casa ahora… o tal vez nunca.

 

Y pensó en el paso siguiente: Tendría que contárselo a su hija adolescente, porque si algo quería era evitarle este absurdo destino que ella, antes de este día, no fue capaz de evitarse.

Por cierto… Su hija! ¿Qué estaría pensando ahora… en caso de que estuviera en casa y haya notado su ausencia? ¿Y los demás? ¿Cómo sería la vida sin ella presente en todas partes para hacerles la vida más fácil? Nunca se lo había planteado.

 

De pronto pensó que no sería igual el mundo si ella no estuviera. Eso le dio un aire de importancia que le sentó francamente bien, y fue en ese momento cuando miró hacia adelante y cuando, para su sorpresa, vio que los coches empezaban lentamente a avanzar y ella pudo retomar el camino, poco a poco.

 

Poco a poco…

 

María Clara Ruiz