Pasan los días con sus logros y sus insatisfacciones. Las relaciones humanas transcurren entre risas y lágrimas pensando, algunas veces, que lo que hay es lo único posible. Y si algo no va bien, o sea, si no causa placer y crecimiento, será porque algo falla “irremediablemente” y la tendencia es a la resignación o a la autoculpabilización.
Pero muchas veces lo que falla no es la persona que sufre, sino por el contrario, el contexto que le rodea. En una situación extrema se encuentra el acoso moral, que se refiere al maltrato, muchas veces invisible, que aniquila la dignidad humana de forma tan silenciosa como profunda.
Sobre esto he hablado en otras ocasiones, cuando he hecho referencia al acoso laboral, a algunas formas de violencia cotidiana e incluso a las relaciones sectarias. Pero lamentablemente el acoso moral irrumpe en todos los rincones, públicos y privados, de quien sufre sus consecuencias. Lo más preocupante es que, a medida que aparecen nuevas evidencias de su existencia, la propia sociedad se encarga de desacreditar su prevención quitando hierro al asunto.
No hace falta salir a la calle para ser víctima de un acoso moral, ni pertenecer a un complejo sistema grupal. Sólo se necesitan dos personas, para empezar. Pero en esta ocasión veremos cómo sucede, por ejemplo, en un grupo social –imaginario– que funciona de forma perversa:
El grupo está compuesto por un líder y unos cuantos personajes que le siguen sin cuestionar prácticamente nada, al menos abiertamente. La supervivencia del sistema consiste en mantener la estabilidad a toda costa, es decir, en cuidar y en fortalecer los roles.
Alguna persona, de una manera o de otra, se vuelve molesta. ¿Por qué? Tal vez por dejar de ser manipulable, por no dejarse arrastrar por la seducción o posiblemente por no tener mucho que ofrecer, especialmente al líder perverso. Mejor dicho, se vuelve molesta por no ser útil para la supervivencia del grupo. No sirve, así que se convierte en objeto de odio y es a partir de ahí cuando se le intenta aniquilar, ya sea su alegría y su vitalidad, ya sea su capacidad de defensa activa.
Pero recordemos que existen otros personajes, espectadores de una situación injusta a todas luces y que paradójicamente se convierten, con su silencio, con su actitud o con sus palabras destructivas, en cómplices del acoso, llegando incluso a sospechar de la inocencia de la víctima. “Algo habrá tenido que hacer para que se le trate así”, “el/ella ha consentido este trato y ahora se queja”. Es así cuando el efecto destructor se multiplica.
Aunque la víctima no se defienda abiertamente —porque no puede y sabe que no debe—, adopta otras defensas menos visibles, por ejemplo, intentando negar que lo que sucede es real, dudando de sus propias percepciones, diciéndose que está exagerando. Así, prefiere asumir una actitud excesivamente confiada, justificando los mensajes violentos no verbales y aceptando lo que se le dice al pie de la letra. Pero, en el fondo de sí misma, sabe que su lucidez le permite detectar las debilidades de su agresor. Por esto, cuando consigue expresar lo que ha comprendido se vuelve aún más peligrosa, aunque menos vulnerable.
Es en este momento cuando otra parte del sistema social cumple su función… o no la cumple. De alguna manera, quienes están dentro del grupo perverso ya han puesto su grano de arena, al enterrar a la víctima entre el silencio, la duda y la sospecha. Parecería entonces obvio que las amistades o la familia de la víctima, que no pertenecen al grupo necesariamente, fueran sus mejores aliados. Es obvio, pero lamentablemente no siempre es así. Por el contrario, es común que se sientan tan afectadas por la situación, que prefieran mantenerse al margen. “Yo prefiero no opinar”.
Y eso cuando no se superpone un grupo perverso con otro, por ejemplo el de una familia con conflictos no resueltos, donde alguien aprovecha la ocasión para ejercer su violencia, también, convirtiéndose en un cómplice indirecto del acoso que ya se ha iniciado. “Supongo que con la actitud que tienes acabaste desesperando a la gente”, “con lo exagerada que eres, todos se hartarían de ti”.
La falta de apoyo social, incluyendo el apoyo familiar, es una segunda violencia que se ejerce contra la víctima. Es como estar a punto de ahogarse y que llegue otro a hundirle la cabeza en vez de sacarle del agua.
Porque el acoso moral sólo se supera cuando la víctima es capaz de aceptar la idea de que el agresor —sea quien sea y como sea—, tiene malas intenciones y es peligroso. Y esto no es tan fácil como decir: “Ya no me gusta, me agrede y por eso me voy”. Es tan compleja la situación que, en ocasiones, difícilmente se sale de esta sin un equipo de refuerzos muy bien asentados. Si el amigo, el padre, la madre, el hermano, el psicólogo, el médico, el abogado, etc., no ejercen su papel defensor y protector, una persona víctima de acoso moral difícilmente sale de esta situación y, si lo hace, lo hará con una vulnerabilidad suficiente para caer en otra, tarde o temprano.
El acoso moral es una de esas situaciones perversas en las relaciones humanas en las que falta una dosis de consciencia, otra de coraje y una sobredosis de solidaridad. No es una enfermedad de uno o de dos. Hace parte de la sintomatología de una sociedad ciega ante el sufrimiento humano, más allá de los límites del “yo” y el “para mi”. Tomar una posición ante el acoso no es un asunto de buenas personas. Aparte del obvio motivo ético, es cuestión de sentido común en el que si pierdes, perdemos todos y si ganas, ganamos todos.
Nota: Para quienes deseen profundizar en el tema del acoso moral, sugiero la lectura del libro: “El acoso moral: El maltrato psicológico en la vida cotidiana” (ver referencia), cuya autora es Marie France Hirigoyen y en quien me he basado para la redacción de este artículo.
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